¿Por qué debo estudiar Derecho Romano?

Hace ya quince años que comienzo cada curso la asignatura de Derecho Romano con los estudiantes de primero de carrera de la misma forma. Les encargo, junto a una breve reflexión terminológica sobre cuestiones jurídicas generales, que realicen una pequeña «investigación», a modo de detectives domésticos, entre familiares, amigos o compañeros de otros cursos (conocidos o no), recabando testimonios varios en torno a esta pregunta fundamental: «¿Por qué debo estudiar Derecho Romano?».

Las respuestas, como imaginará el lector, son cada año de lo más variopinto, desde el practicismo más efectista y pragmático que apunta a la necesidad obvia de superar todas las asignaturas y sus respectivos créditos para obtener el deseado título universitario, hasta el convencimiento personal y militante de quien encierra en lo profundo de su alma una profunda admiración por la jurisprudencia clásica, que considera bagaje necesario de todo jurista que se precie, por más que pasen los años y las modas.

No faltan quienes recuerdan a esta cupidae legum iuventuti que el Derecho Romano fue, quizá, difícil de entender o de estudiar, que, fieles al adagio tradicional, no hubo «verano sin Romano» y que, en algunos casos, supuso el primer contacto que el interrogado tuvo con la dura realidad del «“suspenso» universitario. Testimonios que contrastan con aquellos otros que recuerdan el Derecho Romano como una asignatura entrañable en lo sentimental, fundamental (por necesaria) en la comprensión de todo el universo jurídico desde una perspectiva integral y, más allá de lo jurídico, con la capacidad de formar una visión adecuada de todo el pensamiento social y político de Occidente. Sea como fuere, lo cierto es que el joven estudiante, tras esta inesperada experiencia, queda en buena parte sumido en la sombra de la duda razonable, entre la augurada bondad y la temible advertencia que unos y otros han vertido sobre la asignatura.

Como suele decirse en el ámbito televisivo: «La discusión está en la calle». Ciertamente, la controversia sobre la conveniencia de que un jurista moderno tenga que ser debidamente formado en un sistema jurídico de hace dos mil años sigue siendo objeto de debate universitario, especialmente cuando se tocan involuntariamente las heridas causadas por la implantación, no siempre desde la más razonable lógica, de los nuevos planes de estudios jurídicos en España. 

A pesar de todo, el valor actual del Derecho Romano parece estar, por méritos propios, comúnmente aceptado entre los distintos operadores jurídicos y estudiosos universitarios contemporáneos, no sólo por formar el sustrato común de los actuales ordenamientos jurídicos sino también por su indudable carácter «positivo» por la vía de los principios generales del Derecho o de su necesario uso en la correcta hermenéutica de las distintas normas y preceptos jurídicos vigentes. Como reiteradamente ha afirmado mi querido Maestro, el Profesor Antonio Fernández de Buján, comprender el Derecho como producto histórico es la única forma de conocerlo en su perspectiva integral, que es en definitiva lo que se pretende en los estudios de grado, no únicamente para comprobar la altura del razonamiento jurídico romano, sino para extraer, a su vez, las enseñanzas necesarias para desarrollar, aplicar justamente y perfeccionar los actuales ordenamientos, cuyo punto de partida, como sustrato común, se encuentra, precisamente, en el Derecho Romano. Por tanto, nadie, salvo excepciones, niega hoy la influencia del Derecho Romano, no sólo en la médula del Derecho de lo que hoy es Europa, sino en toda la cultura jurídica y en la misma Historia europea y, por extensión, las de todo Occidente, siendo la tradición romanista el vínculo principal que une este Derecho europeo con el Derecho iberoamericano. Es por eso que, si afirmamos comúnmente que «Roma inventó el Derecho» —al menos lo que hoy conocemos por ese término—; si el Derecho Romano constituye en sí mismo el ordenamiento jurídico que ha alcanzado un mayor grado de perfección en la Historia, y esto tanto por la justicia de sus soluciones a los diversos problemas jurídicos como por la pureza técnica de su razonamiento; si lo que hoy conocemos como Europa no es sólo un supuesto geográfico sino, ante todo, una creación de la Historia deudora de Roma y de su Derecho; no será posible entender el mundo de hoy desde su aspecto jurídico —su significado, su estructura y su Derecho— si no es desde la perspectiva histórica, en particular, desde la tradición jurídica romana. 

Trasladándose a los términos académicos con los que comenzábamos esta reflexión, los estudiantes que se forman en la actualidad en el ars boni et aequisiguiendo las fuentes romanísticas tienen la oportunidad inigualable de aprender, hoy como ayer, aquellas técnicas y conceptos, lenguaje y praxis jurídica necesarios para ensamblarse como los futuros juristas del mañana. El abogado del futuro debe estar firmemente formado en Derecho Romano. Por esta razón, aún sigue sin comprenderse un plan de estudios universitarios en Derecho que no incluya, como los hay, el Derecho Romano como materia obligatoria. Esta deficiencia, a juicio de muchos, los hace, debemos afirmar, imperfectos e incompletos.

Pero, al mismo tiempo que señalamos todo lo anterior, debemos también incidir en la necesidad de una actualización impostergable de los estudios romanísticos, que deben buscar siempre el equilibrio y la conexión necesaria entre la investigación histórica y la dogmática moderna —sabedores de que en el Derecho Romano ya se plantean, aunque en ocasiones sea incipientemente, los grandes temas de la actual cultura jurídica— lo que, además, debe hacerse notar en la docencia de la disciplina en el ámbito universitario, donde el Derecho Romano debe enseñarse siempre en perspectiva práctica y actual, desde el método casuístico propio de los juristas clásicos que lo crearon. Si el estudiante universitario no es capaz, al acercarse al Derecho Romano, de percibir su conexión directa con el resto de disciplinas jurídicas de su carrera vquizá porque el docente romanista esté demasiado entretenido en planteamientos y disquisiciones que, siendo científicamente excelentes, se pierden en aspectos que a muy pocos interesan hoy— el estudio de la asignatura estará llamado a desaparecer tarde o temprano, por percibirse como una carga inútil e innecesaria, como ya la califican algunos. No obstante, si, por el contrario, el joven universitario que comienza, entre las dudas propias de la madurez temprana, su grado universitario, logra descubrir en el Derecho Romano el verdadero «termómetro» de su vocación jurídica, la llave que le abre la comprensión global del Derecho y le despierta el gusto por su estudio, la Piedra de Rosseta que hace que todo encaje en su recién estrenada estructura jurídico-mental y cobre sentido todo el universo que conforma la amalgama de conocimientos aportados por todas las demás asignaturas que formarán su plan de estudios, habremos logrado el objetivo principal que nos planteamos: formar verdaderos juristas —y no meros ejecutores técnicos— que comprendan que, como escribiera Celso: Scire leges non hoc est verba earum tenere, sed vim ac potestatem (D.1.3.17).

Salvador Ruiz Pino
Salvador Ruiz Pino
Doctor en Derecho Romano por la Universidad de Córdoba. Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia Comillas - ICADE de Madrid.

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