Desde pequeña, la imagen para mí fue un objeto de análisis. Como alumna de un Bachillerato especializado en Artes las imágenes que llegaban a mi vista eran obras de arte de todo tipo, filtradas para luego ser curadas en materias como «Análisis de los discursos visuales». En aquella época, todos podíamos distinguir entre nuestra autoimagen y el resto de las imágenes que nos eran dadas tales como fotos, cuadros, películas, comics, escenas de tv, etc.
Sobre el final de mis estudios secundarios (años 90) empezó a emerger, de la mano de la llegada de los ordenadores, el arte «digital». Esas fueron las primeras imágenes producidas por una máquina que pude ver, hasta que unos años después irrumpieron las «benditas» redes sociales, un nuevo espacio virtual formado por imágenes sintéticas de todo tipo. Ya no se trataba de discursos visuales generados por artistas, sino de un territorio en el que cualquiera podía subir la imagen que diera la gana. De esa manera, nuestra retina se empezó a llenar de flashes no curados, incluso de fotos en las que gente común retrataba su vida privada, convirtiéndola en pública al instante en que las «posteaba».
Como resultado de esta distorsión espacial entre lo real y lo virtual, nuestro mundo icónico se vio afectado. Nuestros ojos ya no pueden ver como solían hacerlo, estamos sufriendo una especie de ceguera visual. Dado que, diariamente, recibimos millones de imágenes vacías de contenido, incapaces de mostrar novedad, es este alud de escritura lumínica la responsable de que vivamos distraídos en la superficie de las pantallas sin poder ver lo importante.
En medio de este torbellino de pics ya no resulta tarea sencilla discernir entre nuestra verdadera imagen y nuestros avatares o «marca personal», que diseñamos para lucirnos y «vendernos» como un producto en las redes. Todo lo anterior modificó nuestra forma de vivir, nuestra forma de ver la vida y de ser y estar en el mundo, dándole origen a la «vida escaparate» (concepto que acuñé en el ensayo Vida escaparate. ¿vivir para ser visto o ser visto para vivir?) un estilo de vida en el que «parecer feliz» se impone al estar feliz realmente.
Tal vez, sea momento de hacernos la siguiente pregunta: ¿Cómo podemos habitar estos espacios sin perder el contacto con la realidad y sin perder nuestra autoimagen?
En base a mis estudios, resulta vital estar atentos a dos cuestiones: en primer lugar, a no dejar de lado el camino del autoconocimiento para no alejarnos de nuestra propia esencia, dado que actualmente las imágenes están adquiriendo más valor que la vida misma, que la experiencia, que la sensación. Hay una inversión entre la realidad y lo que se vive como real, y eso pone en peligro de extinción nuestra verdadera identidad, ya que no debemos perder de vista que al igual que quienes asisten a un carnaval, cuando «desfilamos» por el espacio digital, lucimos máscaras que nos alejan de nuestro verdadero yo. Para prevenir estos efectos propios de la sobreexposición es indispensable poder distinguir los bordes entre la vida pública y la vida privada, no cruzar demasiado seguido esta frontera para preservar nuestra salud mental y para conservar nuestra intimidad como un preciado tesoro que compartir solo con nuestro círculo íntimo. Resulta útil comprender que esto tiene que ver con nuestro autocuidado y que es nuestra responsabilidad, puesto que nadie más que nosotros mismos tiene el poder de mantener saludable ese límite.
En segundo lugar, es preciso que aprendamos a entender a las redes sociales como un lugar. Como espacios y medios de tránsito en los que se cohabitamos sin vivir juntos y donde el estatus de consumidores, usuarios o pasajeros solitarios, pasa por una relación contractual y abstracta con la sociedad. Desde esta perspectiva, resulta indispensable que conozcamos las leyes que rigen estos sitios para sacar el mayor provecho de ellos sin salir dañados.
A estas alturas, ya no cabe duda de que la vida escaparate está marcando un punto de inflexión en nuestra evolución como humanidad y que, a su vez, refleja que estamos transitando un cambio de escala: el espacio virtual se está volviendo cotidiano y doméstico, y con ello, nuestra vida corre el riego de virtualizarse. En este contexto, estar despiertos y alertas se presenta como necesario para poder surfear estos espacios sin convertirnos en rehenes de ellos. La fascinación por la imagen tiene como consecuencia mantenernos inmovilizados y cautivos frente a una pantalla, punto en donde la vida real y genuina se detiene.
Si bien seguimos teniendo la necesidad de estar y de pertenecer a un lugar real, es cierto que los lugares conocidos están en crisis, debido a que se ven amenazados por la cantidad de tiempo que pasamos en el nuevo entorno virtual en el que vemos el mundo, a través de imágenes retocadas y alejadas de la realidad.
Es necesario comprender que estamos viviendo una época en la que somos testigos del paso de lo imaginario a lo «ficcional total», razón por la cual la virtualidad se presenta como una amenaza confusa que nos impide ver claro. Creemos que coexistimos en un mismo lugar y en un mismo tiempo, cuando en realidad asistimos a un espacio en expansión continua que se proyecta sobre una superficie plana de vidrio.
Es evidente que la incorporación de nuevas tecnologías cambió nuestra percepción y nuestra idea de lugar, pero es necesario resaltar que las redes deberían ser un lugar en el cual poder transitar, aunque no la vida misma. En la vida escaparate el fin se ha convertido en medio.