Que la comunicación es vital constituye una evidencia desde los primeros testimonios de nuestra civilización.
Que cada día cobra más importancia la adecuación comunicativa a cada circunstancia ya les resultaba obvio a sabios como Sócrates, Aristóteles o Cicerón.
Que en cada disciplna debemos reflexionar acerca de la forma en que nos comunicamos va, hoy día, más allá de la tendencia creciente por la mejora expresiva. Se trata, en primer lugar,
de eficacia, responsabilidad y buen hacer; y estas tres cuestiones van hiladas y conectadas, en segundo lugar, con la consideración y la dignidad de las personas.
Los tiempos se mueven, en comunicación, hacia los mensajes eficaces, completos, concisos y precisos, para decir lo máximo en lo mínimo y para evitar la tortura a oyentes o lectores.
Dado que, para bien o para mal, parece que siempre estemos en el punto de mira de otros profesionales que se acercan y critican la forma en que intentamos comunicarnos con los demás, hay que preguntarse cómo lo hacemos. Y digo intentando, ya que, en numerosas ocasiones, son solo intentos fallidos. Y es una lástima, porque en nuestros estudios universitarios debemos leer ingentes cantidades de documentos, libros, formularios, jurisprudencia, etc.; pero también debemos redactar y exponer.
Hay que preguntarse, igualmente, si podemos impedir lo que el Libro de Estilo de la Justicia denomina como “fracaso comunicativo” de los juristas. La buena noticia es que, como casi todo, tiene solución. La mala noticia es que hay que realizar un ejercicio de humildad y pensar que si, como puso de manifiesto el Informe de la Comisión de Modernización del Lenguaje Jurídico, un muy elevado porcentaje de la ciudadanía considera que el lenguaje jurídico es excesivamente complicado y difícil de entender, debemos revisar nuestra expresión. Esta revisión pasa por formarnos en comunicación, de manera general, y en nuestra comunicación jurídica, de modo particular.
Cuando no se produce esta formación, puede que ni siquiera seamos conscientes de nuestras carencias. Pero no formarnos también habla de nosotros: autocomplacencia, falta de visión y, aún peor, de la consecuencia directa en nuestro entorno. En mi caso, siendo profesora de Derecho Procesal, si no me formo en comunicación jurídica, es porque tengo la falsa impresión de que por el hecho de llevar años impartiendo clases, redactando algunos textos u ofreciendo algunas ponencias, ya me expreso adecuadamente y no tengo nada que aprender. Craso error. Cada habilidad que deseemos adquirir, para que sea eficaz, requiere estudio, horas de dedicación y mejora continua. La consecuencia directa en mi caso, es que mi propia comunicación influye directamente en mis alumnos. Si esta es deficiente, es complicado que yo pueda ejercitar a mis alumnos para que consigan la expresión más adecuada en cada circunstancia.
Por otra parte, basta echar un vistazo a los requerimientos de los responsables de recursos humanos de empresas, bufetes y otros negocios. Se comprueba que los requerimientos consistentes en habilidades comunicativas han subido a los primeros puestos de los aspectos más valorados en los candidatos, desplazando incluso a otros clásicos, basados en el puro conocimiento de las materias, idiomas, algo que se puede constatar, sencillamente, gracias a expedientes académicos o a certificados de idiomas.
Más allá de poder diferenciarnos y destacar, de ser mejores candidatos y de resultar más competentes en nuestras profesiones, las habilidades comunicativas nos sirven a todos en nuestra vida personal, de ahí la estupenda amortización del estudio de nuestra comunicación. Lo vamos a practicar todos los días. De nuestra pericia en ello, van a depender, en buena medida, nuestras relaciones con los demás.
Voy a un aspecto final, que no por último es de menor relevancia, si acaso más. La formación y buena práctica comunicativa conlleva la consideración y el respeto por los demás. En la medida en que practique para poder cambiar de registro comunicativo y que mi discurso pueda resultar técnico en unas ocasiones o sencillo en otras -saber lo que es conveniente en cada caso, como aconsejaba Cicerón-, y siempre desde la consigna de la claridad, estaré manifestando mi tacto, empatía y consideración con mi interlocutor. De nada sirve atesorar grandes conocimientos si no se saben adecuar y transmitir a cada uno de los posibles interlocutores. Las nuevas generaciones nos enseñan que el tiempo, más que de oro es de platino, que menos es más y que quien no se adapta a los tiempos, muere con ellos. Por eso, el discurso tradicional, el del puro exhibicionismo del conocimiento, resulta tan ineficaz como desconsiderado. Y por eso, se impone, más que nunca, trabajar nuestra
comunicación y adecuarla a los tiempos.
Finalizo con la mención de dos textos, que tratan la comunicación jurídica: Comunicación para juristas, de Cristina Carretero González (Tirant lo Blanch, 2019); y Jueces y ciudadanos: elementos del discurso judicial, de Cristina Carretero González, Miguel Grande Yáñez, Ramón Garrido Nombela y F. Javier Gómez Lanz (Dykinson, 2009).
Recursos formativos hay y si se acompañan de esfuerzo, voluntad y consideración, la mejora está servida.