Para quienes nos pensamos a nosotros mismos como demócratas y entendemos a nuestros conciudadanos como libres e iguales, la censura es una figura que miramos, por norma general, con cierto rechazo. Censurar, según registra la Academia, está en relación con la corrección o reprobación de algo o de alguien, con una imposición, con un vituperio cuyos fundamentos y finalidades trascienden al propio término y a la misma condición humana. Con cierta apertura de miras, podríamos decir, sin miedo al error, que la historia de la humanidad es, en buena medida, la historia de la censura. No hay época sin censura, como tampoco hay censura que no responda a las necesidades de una época y sus respectivas sociedades. Es por eso que, si echamos la vista tan atrás como se nos permita, encontramos luchas de poder, conflictos y competiciones que desembocaron en el empleo de la censura como herramienta, como útil para acabar con las opiniones ajenas y contrarias, ya sea eliminándolas, mutilándolas o condicionando a su autor.
La censura del ayer, ese ayer que se remonta hasta tiempos de los que no nos queda más que un nebuloso recuerdo, tenía unos síntomas claros, unas características que nos permiten reconocerla de forma evidente. Aquella censura, mediante distintos mecanismos y argucias, consistía en el silenciamiento de los disentimientos y de sus autores ideológicos. Nos encontramos, por ejemplo, con una Edad Media y un Renacimiento plagados de quemas de libros, obras a las que les faltan páginas, o que han sido tachadas con la negrura de la tinta; sabemos de artículos de prensa plagados de espacios en blanco o puntos suspensivos durante la Dictatura de Primo de Rivera, de cierres sucesivos de periódicos durante la II República (Zurita Andión, 2020) o de abominables campos de concentración durante el periodo franquista para quien fuese maldecido con el ―todavía atractivo para algunos― sobrenombre de «mal español». En resumen, cuando pensamos en esta realidad nos es fácil señalar aquellos modos de censura tan nítidos del pasado, no obstante, no son más que un reflejo de esta nuestra historia, la cual, tengámoslo claro, por muchas mayúsculas que le pongamos a nuestra democracia, no es una historia en la que la censura haya cesado, sino todo lo contrario.
Como decimos, el hoy es bastante distinto del ayer y también lo es en lo referente a la censura. Si hablábamos de una censura históricamente identificable, nos encontramos hoy con todo lo contrario: formas de censura que se mezclan con actitudes democráticas, que confunden al espectador y le hacen creer como cierto lo falso. Revestida en ocasiones con una capa de modernidad, la censura está hoy más oculta que nunca. Con la excusa del progreso, el panorama público se llena de hechos como el revisionismo cultural, que ejemplifican la realidad compleja de nuestro mundo líquido. Pero no nos engañemos. Que la censura sea distinta no quiere decir que cambien los fines de quienes la ejercen; pues la manipulación deliberada del debate público para mantener determinadas cúpulas de poder, marginando voces críticas que les resulten irritantes, no es otra cosa que censurar; es decir, corregir y reprobar ciertos discursos para imponer una realidad que no es tal. Debemos llamar a las cosas por su nombre por mucho que se sofistiquen las estrategias persuasivas de quienes se incomodan con la legítima y necesaria discrepancia de ciudadanos críticos y bien informados.
La literatura actual, así como el cine, la pintura u otras artes, en general, se distancian en conciencia del reflejo de las injusticias de tiempos pasados ―sin renunciar, claro está, a las de los tiempos presentes―. Con ello, al brindar a las generaciones actuales la cultura de otros siglos, encontramos el peligro del revisionismo ante pasajes, discursos y eventos sumamente incómodos para nuestra cultura. Una posible respuesta que proporcionan algunos medios y editoriales es la reedición de las obras del pasado para eliminar de ellas esos fragmentos problemáticos que han dejado de representar a la humanidad viva. No obstante, deberemos preguntarnos si aquello de cargar la historia de anacronismos y de relatos ideológicamente interesados representa realmente a esa libertad de la que tanto hablamos o si no es más que poner las indeseables técnicas de populismos y nacionalismos al servicio de unos valores que ―censura mediante― quizá no sean tan loables como se piensa. Porque no olvidemos que el desconocimiento de la historia o la manipulación de la misma son riesgos que se han traducido frecuentemente en grandes catástrofes, en discursos con los que no nos podemos sentir identificados y en esos capítulos de nuestra historia de los que nos avergonzamos con dolor.
Más allá de este tipo de ejemplos en los que la censura toma ese papel tan explícito, quizá debamos preocuparnos en mayor medida por un tipo de censura ―digamos― «oculta» o «subrepticia». Con ello, no consideramos osado decir que aquella censura de tachados, quemas o fusiles, que era una herramienta para la manipulación interesada del debate público, no es en esencia tan distante de algunas de las realidades más aceptadas de nuestro día a día. Como sabemos, los medios de comunicación son controlados, ya sea en mayor o menor medida, por intereses económicos y políticos. La realidad de nuestro debate público, como acertadamente reflejaron participantes de recientes estudios sobre desinformación (Valera Ordaz et. al., 2022), está conducida por un periodismo que ha renunciado a su vocación meramente informativa. Las noticias ahora son contadas por formadores de opinión conscientes de su lejanía con la función periodística que, como acertadamente menciona alguno de los entrevistados en el estudio, convierten su labor en un repugnante ejercicio paternalista en el que entienden a sus lectores como unos «pobrecitos» a los que les tienen que enseñar qué hacer con esa información ―no sea que saquen ellos sus propias conclusiones.
No es que la realidad se empañe con verdades a medias o mentiras descaradas que, bien hiladas, puedan llegar a sonar como la verdad más impoluta, sino que la propia «realidad» termina por convertirse en una figura poética digna de añoranza. Así, mediante diversas estrategias persuasivas de desinformación, se cuida la agenda temática (lo que es noticia, lo que no lo es y qué tiene mayor importancia), se cuida el encuadre (qué es lo importante de cada noticia, cómo se cuenta y cómo se redacta el titular, qué verbos se asocian a cada intervención, con qué fin se cuenta esa noticia ―que cada vez es menos el de informar―) y se atiende a toda una serie de factores y recursos que configuran las ficciones sobre las que terminamos discutiendo en el debate público (Santiago de Guervós, 2020). ¿Acaso no es esta otra forma de censura? ¿No está ahora el poder mediático ejerciendo y sofisticando aquellos abusos que tanto tiempo sufrió por parte del poder político? Pues es probablemente mucho más peligrosa la censura no identificada como tal. Esta desinformación lleva al ciudadano a creer que lo que oye, ve o lee es verdadero, cuando en realidad es un fruto de los intereses subyacentes y no es más que otro ejemplo de un poder cercenando libertades en nombre de la propia libertad.
Como si de un eclipse inevitable se tratase, la mentira y sus intereses ocultan la verdad y sumen al conjunto de la población inexperta en una penumbra casi total. En la oscuridad del desconocimiento, un individuo no puede hacer nada más que esperar a que la luz lo vuelva a iluminar, o aferrarse al primer bulto que perciba. Los ciudadanos se aferran a la primera información que se presenta ante ellos, la cual suele ser poco fiable. Como decimos, este ocultamiento de la verdad, al hacerse de una forma deliberada, es una censura del tamaño de las quemas de libros o de la encarcelación de autores. Una vez más, los tribunales censores ―por mucho que ahora no vistan oscuras prendas o se escondan tras una cruz― se ponen al servicio de los intereses económico-políticos de los más poderosos y la ciudadanía queda desprotegida, desnuda e inerme.
Con todo ello, ante la alargada sombra del revisionismo cultural y las fauces afiladas de la desinformación sólo parece quedar una solución aceptable: la educación. Educando a las futuras generaciones en el pensamiento crítico podremos despreocuparnos de las espurias tentaciones censoras y antidemocráticas. La propia ciudadanía, con su poder crítico y su capacidad discriminatoria, valorará las enseñanzas atemporales de una obra artística, dejando a un lado aquellos fragmentos cuyo contenido dejó de tener sentido hace mucho tiempo. Por otra parte, si bien los retos educativos del pasado fueron otros muy distintos, nuestra tarea más urgente ante estas nuevas realidades pasa por la alfabetización mediática e informacional (AMI) de los más jóvenes y de la sociedad en su conjunto. Si uno acude a estudios recientes sobre hábitos informacionales, podrá detectar diversas realidades poco proclives a la esperanza como las importantes dificultades que tienen nuestros jóvenes y adultos para identificar las noticias falsas como tales o incluso para otorgar credibilidad a las que no lo son (Herrero Curiel y La Rosa, 2022).
Necesitamos, ciertamente, generaciones que desarrollen adecuadamente este tipo de competencias, pues así podrán plantar cara a los grandes negocios de la información, y aprender también a diferenciar entre la vil mentira y la verdad. Al final, la educación, esa capacidad humana de transmitir valores y conocimientos a través de las generaciones, desafiando a la prontitud de la muerte, debe encontrarse necesariamente en los cimientos básicos de las sociedades democráticas si queremos hacer de la libre expresión, de la no manipulación o de un debate público crítico y resiliente la norma y no la excepción.
Un artículo muy interesante que refleja una realidad abrumadora. En literatura infantil y juvenil hemos vivido hace poco el caso del intento de la editorial británica de Roald Dahl de revisionar y adaptar los textos a un lenguaje menos ofensivo: haciendo eso le quitarían a Dahl toda su esencia, que reflejaba el mundo como era y trataba a los niños como personas inteligentes y no tontitos a los que sobreproteger. Menos mal que el sentido común y el clamor popular consiguieron parar tal aberración.
Por suerte comienzan a publicar libros para niños y jóvenes sobre como detectar fake news que les enseñan la manipulación de la prensa que tan bien habéis explicado, como el libro «Fake over» de Nereida Carrillo publicado por Flamboyant.
Gracias por un artículo tan necesario, ¡hay que hacer frente a la censura!