Cuando uno va a enfrentarse por primera vez a una clase, en su cabeza ha reproducido previamente mil veces todo lo que puede pasar: desde miradas y risas, hasta la posibilidad de quedarse en blanco. La primera noche ni siquiera pude dormir del miedo que me producía tener que representar un papel que, sentía, me quedaba muy grande. Trabajar en un instituto con veintipocos años es dar un salto al vacío: Supone que te confundan con un alumno; que te hablen con condescendencia y no te dejen entrar sin justificante con su correspondiente aclaración; que no paren de preguntarte la edad y te mencionen a hijos, primos, amigos y yoes pasados que «a tu edad…»; aunque también te proporciona cierto apoyo, consejos, escucha y respeto; ayuda que pides es ayuda que ofrecen. Uno entra a las aulas sin saber cómo pasar lista, hacer preguntas y presenciar situaciones que no esperabas, pero que te hacen construir ese papel que al principio se veía tan poco definido.
Es, también, una salida constante de la comodidad. Empezar a dar clase se resume en nombres: los que sabes que no se te van a olvidar, los que se te olvidan en cuanto te lo dicen y los que ni escuchas. Pero, fundamentalmente, llegar a un instituto supone erradicar la abstracción de lo escuchado, la docencia topándose de frente con una realidad (que supera cualquier teoría aprendida). Palabras como «gamificación», «aprendizaje cooperativo» o « clase invertida» desaparecen del vocabulario cotidiano, no porque no se apliquen en ciertas ocasiones, sino porque otras como «ratio», «TDH» o «medicación» tienen un peso demasiado grande.
Supongo que muchísimas personas que hayan pasado por un aula, independientemente de la asignatura que impartan, tendrán una experiencia inicial similar a esta. Ahora bien, ¿qué supone llegar a un aula de filosofía? Para empezar, asumir que prácticamente la mitad del tiempo en el aula no vas a enseñar filosofía (darás valores, psicología o, si te toca, cualquier otra asignatura que se haya quedado huérfana, sobre todo si eres interino) y que la otra mitad, cuando se imparta filosofía, no se va a poder enseñar lo que «sabes» (incluso aunque ese conocimiento sea bastante dudoso). Durante los dos primeros meses convertí en oración personal la expresión «yo no he estudiado para esto». Sentía un abismo entre lo que era y lo que tenía que hacer ahí. No solo representaba un papel, sino que ese papel no tenía nada que ver con lo que me habían dicho. Todo el tiempo que estaba dedicando a preparar clases, fingir que era profesor, saludar a gente por la mañana que ni conocía ni quería conocer, era tiempo perdido, y no podía iniciar su búsqueda porque yo mismo me había metido ahí, voluntariamente. Annie Ernaux, la autora francesa Nobel de Literatura de 2022, desde su lúcida memoria, pone voz a mi intimidad en ese momento (y todavía muchos días): «Siente su oficio como una imperfección continua y una impostura, ha escrito en su diario ‘ser profesora me desgarra por dentro’ (…) es causa de esa pregunta que la obsesiona: ‘¿Sería más feliz con otra vida?’». Yo sería feliz abriendo una librería, porque siento que no estoy hecho para educar, o eso es lo que mi mente me dicta, si educar consiste en decirle a un niño que se calle cada veinte segundos, yo no estoy hecho para eso.
Sin embargo, a pesar de los treinta y tres alumnos y alumnas por clase, evaluar la adquisición de unas competencias cuando llevas todo un trimestre hablando de la actitud filosófica y todo el hastío acumulado, empiezas a verle un sentido a la labor docente. No como mono de feria que les tiene que entretener (ideal de algún que otro pedagogo o político), sino como aquel que profesa devoción por un saber. Por desgracia, no llegamos a todos, pero la situación mejora cuando empezamos a contestar preguntas, encontrar cierta inquietud en los alumnos, que afirman haber entendido algo, tras pasar horas en casa intentando buscar el modo en el que les sea más fácil . Es entonces que, por mucho que la nómina no compensa el sufrimiento de una clase de primero de la ESO revolucionada, empiezas a entender el sentido de estar ahí. Si en las aulas no se enseña filosofía, ¿qué les queda frente al dogmatismo? ¿Qué les queda ante la política sin escrúpulos, el consumo, la publicidad, las noticias, la idea del progreso ilimitado, los cryptobros? ¿Cuándo tendrán tiempo de pensar en quiénes son, en cuál es su esencia, en si siguen siendo válidos con un cuatro en matemáticas? ¿Qué armas poseen ante la perspectiva de una vida de mierda, cuyo único consuelo será comprarse, por quince euros, un libro de autoayuda escrito por una persona que les haga usar expresiones «optimistas» como buenos loritos, conformes con su situación?
La filosofía existe para ofrecerles la opción de ser incrédulos. Y esa opción es dolorosa, cuesta entrar en ella y habrá veces en que se diviertan y otras en que te digan que para qué quieren saber eso. Pero, si no se les abre la puerta, la mayoría nunca la tendrá. «Detestar la estupidez», decía Deleuze, era la función de la filosofía. Ser profesor de filosofía es aprender con el alumnado a iniciar con paso torpe ese camino dialogado (con los otros, los muertos y uno mismo) que nos aleja de la ignorancia.
Por suerte, no estamos solos en esta aventura del pensar. La filosofía es solo una más de las partes que nos constituyen, pero no podemos olvidar su relación con las otras, sus hermanas: las ciencias y las artes. Puede que en este olvido se halle el error de presentarla como inútil, así como el de reducir la ciencia a razón instrumental o las artes a mero entretenimiento. Tal vez ese error provenga de empeñarnos en ofrecerles listas interminables de teorías, conceptos, escuelas y autores (pues siguen siendo, en el mejor de los casos, un breve decorado en los temarios) sobre los que pasamos sin detenimiento. El afán de utilidad las ha transformado en siervas de una concepción del aprendizaje como carrera de velocidad (y el que no quiere o no puede correr es empujado por el sistema, que impone a los docentes la construcción de caminos por los que acortar su llegada a la meta). El alumnado no tiene que conocer, pues la finalidad es que adquiera competencias. Ante esto: para mí es más innovador leer poesía en una clase de filosofía, que entiendan la relación entre la literatura y el pensamiento como distintas manifestaciones de la inquietud, que lleva al ser humano a crear y buscar respuestas, que usar una pizarra digital. Tiene más impacto que aprendan a plantear preguntas sobre los límites éticos de la tecnología que el hecho de que sepan programar con quince años. Si no les mostramos la relación que hay detrás, saldrán de la etapa educativa y seguirán sin entender la realidad en la que viven porque no se habrán parado a pensar sobre ella. Y es aquí donde entran en juego Kafka y La transformación; el Frankenstein de Mary Shelley; 1984 de Orwell, Una habitación propia de Virginia Woolf, con la imposibilidad de Judith de haber escrito como William; que conozcan la razón poética de Zambrano; la lucha entre la ley divina y la humana en Antígona de Sófocles; las vivencias de Viktor Frankl en Auschwitz y Dachau; que reflexionen sobre la banalidad del mal mirando a los ojos a ese «diablo» que era Eichmann gracias a Hannah Arendt; que dialoguen sobre un capítulo de La asistenta o El cuento de la criada (en Bachillerato) que normalmente no verían o consumirían compulsivamente; que se pregunten qué tiene que ver un cuadro de Magritte, de Jenny Saville o de Caravaggio con la concepción que tienen de sí mismos; que cuando estudiemos a Descartes piensen en Calderón; que comprendan, en definitiva, la necesidad de bajar del pedestal de los ídolos al futbolista, al músico y al filósofo y aprendan a criticar incluso aquello que aman.