Un domingo, 8 de junio de 1873, nació en Monóvar, provincia de Alicante, José Martínez Ruiz, conocido hoy por todo el mundo como Azorín. Este año conmemoramos el 150 aniversario del nacimiento de esta emblemática figura de la literatura española: brillante, polémica y, a menudo, inmerecidamente inadvertida o desprestigiada.
Pasa buena parte de su infancia en Yecla, región de Murcia, donde ingresa en un colegio de religiosos. En 1888 se trasladó a Valencia para cursar Derecho. Habiendo nacido en el seno de una familia acomodada, su padre, que también era hombre de leyes y ocupó cargos influyentes como el de Diputado o alcalde de Monóvar, quiso que su hijo estudiase una carrera de provecho. Sin embargo, Azorín nunca tuvo intención de convertirse en abogado, sino que su determinación estaba en dedicarse al periodismo y la escritura. Así, ya en su época de universitario en Valencia, publicó varios artículos en El Pueblo (dirigido por Blasco Ibáñez) y en El Mercantil Valenciano. En esos años pronunció en el Ateneo Mercantil un discurso que apuntalaría su incipiente fama de erudito; la conferencia se titulaba «La crítica literaria en España» y posteriormente se editaría en forma de libro.
Jamás llegó a concluir sus estudios en Derecho, que acarreó durante varios años de forma frustrada, llegando a pasar por varias universidades como la de Granada y Salamanca. A Azorín no le interesaban las leyes lo más mínimo; su pasión se encontraba en la literatura. En lugar de estudiar, se dedicaba a pasear y a observar con minucioso detalle todo lo que sucedía a su alrededor. Esa sosegada contemplación es la que aparece reflejada en sus descripciones paisajísticas que tanto lo caracterizan. Cuenta en sus memorias que le gustaba levantarse antes del alba para poder apreciar la progresión cromática del amanecer, prestando atención a la completa gradación de colores del cielo.
La crítica lo ha denominado, a menudo, «escritor de la imagen» y a su estilo lo han clasificado como «impresionismo paisajista». Lo cierto es que la lectura de sus descripciones nos puede evocar fácilmente a un cuadro de Sorolla, pintor al que reconoce en sus escritos profusa admiración: «Pintor sereno y dueño de sí en época de hacendosas veleidades. Pintor dueño de sí, de su mente y de su mano, al tiempo que otros caían en complacencias infantiles. Todo, en fin, lo tocado por el pincel de Sorolla, cobra inefable carácter etéreo». No solo la pintura, también el séptimo arte influyó es su tratamiento del paisaje. Azorín se confesó en numerosas ocasiones gran aficionado del cine, lo que comprobamos en su prosa. En una de sus más célebres obras, La voluntad, destaca especialmente este efecto con el que consigue que una línea tras otra se sigan como con una cámara de cinematográfica: «El cielo se extiende en tersa bóveda de joyante seda azul. Radiante, limpio, preciso aparece el pueblo en la falda del monte». Queda patente en este brevísimo fragmento, por otro lado, la maestría de Azorín en el uso de adjetivos. Su lenguaje es conciso pero muy preciso, logrando imprimir en la mente del lector una imagen clara con gran poeticidad.
Por fin en 1896 el autor aterrizó en Madrid. Ciudad donde confluyen los grandes nombres de la Generación del 98, cuya denominación consagró Azorín en varios artículos. Empezó colaborando en el periódico El País, para el cual estuvo escribiendo un artículo cada noche durante un año entero sin cobrar. Fue despedido de este medio por una crónica que levantó alta controversia en la que se posicionaba a favor del amor libre y en contra del matrimonio, cuestionando la familia tradicional cristiana.
Poco después, emprende su famosa expedición por la Mancha, recorriendo varios pueblos que aparecen en El Quijote. Fruto de este viaje nace una de sus obras más famosas: La ruta de Don Quijote (1905) donde también queda reflejado su amor por los clásicos literarios. En este reportaje, a través de los pueblos olvidados castellanos, Azorín encuentra lo que a su parecer debe ser la identidad de España, tan ansiosamente buscada por la Generación del 98. Con este mismo espíritu de conocer de primera mano la España pequeña de los pueblos realizó otra ruta por Andalucía. Allí se topó con la miseria y la pobreza de la vida en el campo y de los jornaleros, que trató de denunciar en varios de sus artículos.
Tras la Guerra Civil comenzó su desprestigio, pues optando por evitarse posibles conflictos se posicionó próximo al régimen franquista (a pesar de haberse declarado en otro momento republicano), siempre con el objetivo de poder seguir publicando y dedicarse a la escritura. Hoy, lo recordamos como hombre entregado a las letras. Un escritor innovador en su época, con una técnica única, completamente peculiar, que hizo del paisaje, más que un escenario, un elemento protagonista, dotando a cada ciudad, a cada pueblo y a cada pequeño rincón de una personalidad singular.