Septiembre de 1973: la literatura pierde la voz poética de la justicia, la pasión y el sentimiento. Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, el autor que firma como Pablo Neruda (y que al hacerlo despierta toda clase de teorías sobre el origen de su seudónimo), murió hace cincuenta años en circunstancias que todavía hoy siembran dudas. Unos hablan de enfermedad, otros alertan de un posible envenenamiento… Sólo unos pocos conocen la verdad.
Neruda construyó un camino lleno de arte poético que ha calado a generaciones de artistas, poetas y estudiosos de las lenguas del mundo. Como autor, «un titán», según coinciden sus compañeros literatos. Como crítico en el campo de la política, un huracán. En lo personal, en cambio, perseguido por controversias que ensombrecen su legado.
El autor chileno fue un poeta precoz y prolífico, con hábil manejo de la palabra. Dos años antes de su muerte, recibió el Premio Nobel, en 1971. ¿El amor? El centro de gravedad de sus obras. «Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida», relataba en su poema. Su dualidad poética atenuó su título como poeta del amor, fruto de obras como Veinte poemas de amor y una canción desesperada, la que lo catapultó a la fama literaria. En la entrega del Nobel, Neruda, visiblemente emocionado realizó una apología a la poesía: «El entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia, dignidad a todos los hombres».
Neruda, el poeta más grande del siglo XX, en palabras de Gabriel García Márquez, reflejó la belleza y cotidianidad del amor, escondidas en la simpleza del día a día. Cortázar dedicó a Neruda palabras afables a su obra literaria: «Neruda nos devolvía a lo nuestro, nos arrancaba de la vaga teoría de las amadas y las musas europeas para echarnos en los brazos a una mujer inmediata y tangible, para enseñarnos que un amor de poeta latinoamericano podía darse y escribirse hic et nunc, con las simples palabras del día, con los olores de nuestras calles, con la simplicidad del que descubre la belleza sin el asentimiento de los grandes heliotropos y la divina proporción». Tuvo amigos, admiradores y artistas que alababan sus líneas, aunque también coincidió con enemigos dentro del campo literario: Vicente Huidobro o Pablo de Rokha, entre otros.
El gigante de los versos bebió de las obras de Whitman, Góngora, Quevedo o García Lorca, y utilizó sus referencias como fuente de inspiración, adaptando su redacción a la originalidad y creatividad, a la altura de un gran poeta. En el divagar de la vida, de Argentina a México, de Europa del este a China, el poeta chileno llegó a España para empaparse de la literatura de Lorca, Alberti o Miguel Hernández, rostros de la generación del 27 que presiden un gran legado. Su compromiso político también dejó una marca indeleble en su obra. Neruda fue un defensor apasionado de las causas justas y un crítico feroz de la opresión. Sus escritos políticos, como Canto General, se convirtieron en himnos para los luchadores de la justicia en todo el mundo. Su amistad con líderes como Salvador Allende lo llevó a una vida de exilio, pero su voz nunca se apagó, y sus palabras seguían resonando en la lucha contra la injusticia, lejos de su vida, de su historia.
Pero el prolífico de la poesía abandona la visión totalizadora para buscar en sí mismo la inspiración de las próximas obras. Neruda da paso a la ironía, la paradoja y el humor. Escribió «los versos más tristes», la cotidianidad de la vida, la magnitud del amor y su propia biografía. «Creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía», recitó el poeta en sus últimas líneas tras la recepción del Nobel. A partir de aquí, nunca más su poesía cantó en vano.
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