No es sorpresa ni noticia que ha habido un silencioso y perverso giro hacia la deshumanización: La pantalla ha dejado de ser un complemento a la vida real porque la vida real ahora sucede en la pantalla. No se visita un lugar para contemplarlo y conocerlo, se visita para hacer, e inmediatamente compartir, que se ha estado en ese lugar. Se fomenta, de hecho, que se pueda fotografiar y compartir. Pero el mecanismo es capaz de retorcerse un poco más: ya desde el inicio hay lugares creados para este tipo de situaciones. Restaurantes, enclaves turísticos, exposiciones culturales cuentan con su rincón instagrameable, o lo son enteramente en sí mismos, como el Sweet Space Museum. Atracción popular, consumismo rápido, publicidad constante y gratuita, espiral de negocio asegurado.
La vida nunca había sido tan corta como ahora porque se vive para el instante, y ese instante se busca que sea de éxtasis y éxito. Más retorcimiento, de nuevo: lo ansiado no es tanto el publicar un contenido en una red social sino, peor, el de constatar, controlar, comprobar, las reacciones que aquello publicado causa en los demás. Obtener la aprobación y admiración del desconocido
Si estas situaciones ya resultan tristes y peligrosas de por sí, y cada vez ocupan más nuestro tiempo, más lo es constatar que hasta el sector cultural se ha irremediablemente contaminado de ellas. La vida de un libro también se mide hoy más por el instante de salida que por su continuidad. Sí, es a pequeña escala, pero sucede un fenómeno similar: el anuncio de su publicación, la expectación, la emoción de sacarlo de la caja en la librería, la emoción de verlo en el escaparate, devorarlo con los ojos, tocarlo, querer tenerlo. Necesitar tenerlo. Y necesitar compartirlo, en la pantalla. Pero, ¿luego realmente ese libro es leído? ¿Cuántos libros se leen realmente? ¿Cuántos se acumulan en columnas y baldas durante años? ¿El éxtasis de hacerse con ellos mata el interés de lo más importante, que es su lectura? ¿Compramos libros para tenerlos o para leerlos?
Y todo ello únicamente cuando hemos podido saber de la existencia de ese libro. Porque cuántos no se quedan en el camino. Cuántos también se anuncian, pero se pierden, desaparecen, no llegan ni a tener a alguien que los espere, devorados por el descomunal ritmo de publicaciones de quienes pueden permitirse una gran producción y una gran campaña de publicidad.
En muchos sentidos se ha ido perdiendo la lentitud, la atención, el cuidado, el descubrimiento. Y un libro está creado desde la atención, el cuidado, el descubrimiento. Hecho por un corazón y muchas manos para que llegue a otras manos, y a otras más quizá, para que enseñe, llene, viva, para que perdure. Para que ahora y muchos años después sea encontrado, leído, compartido. Sin urgencia, sin exigencias, sin la necesidad de aparecer en ninguna lista, sin que importe cuántos días permanece en una mesa de novedades. Sin que su ausencia en ellas signifique que no es suficiente, que no merece estar presente frente a los ojos adecuados, o a unos espontáneos. Muchos libros buenos no forman parte de ese estresante ajetreo de escaparates y de expositores (a no ser que los libreros decidan rebelarse y mezclar los recién publicados con los buenos que ya conocen, pues un título de 2019 o de 1980 puede ser igual de nuevo que uno de 2023). Como Stoner, de John Williams, un precioso best-seller silencioso, o Del color de la leche de Nell Leyshon, que en cada Feria del Libro de Madrid he visto cómo encontraba nuevos admiradores, o Poeta chileno de Alejandro Zambra, tan auténtico, o la recuperación de escritoras fantásticas como Aurora Venturini, Elena Quiroga o Lucía Berlin. O aquellos títulos que siempre regalamos a personas queridas, como Juan Salvador Gaviota, Helena o el mar del verano, Mendel el de los libros, Caperucita en Manhattan.
La vida de un libro nunca había sido tan corta como ahora. Por eso es tan necesario recuperar su esencia propia; su lentitud, atención, capacidad de descubrimiento y asombro. No necesitar tener ninguno en el momento, no leer unas pocas páginas para compartirlo en las redes sociales o hablar de él en un podcast, olvidarnos de algoritmos y fechas, de listas de Los mejores libros del año, olvidarnos de columnas gigantes de novedades repetidas en cada superficie. Escuchar a las pequeñas librerías, conversar con ellas, y con personas con quienes congeniemos, o con quienes puedan sacarnos de nuestras zonas de confort literarias. Intercambiar recomendaciones, encontrar tiempo para la lectura atenta y la reflexión. Sentir de verdad la belleza de leer, no fingir que lo hacemos porque el libro como objeto sea algo bello. Leer requiere tiempo, concentración, voluntad de aprender, entusiasmo, incluso amor. Pero también son vivencias, entre muchísimas otras, que nos regala.
Procuremos reducir el ritmo de publicaciones, afinar más y mejor las apuestas, no dejarnos llevar por el dinero que pueda dar algo o alguien que esté de moda ese medio año, para luego desechar tantísimo papel y tantísimo trabajo. Dar a cada apuesta más oportunidades de conocimiento y conversación, que pueda llegar a las personas. No aceleremos en 1.5x los libros, no queramos acaparar más de lo podamos cuidar después. Un buen libro no exigirá quince minutos de fama, primeros planos, firmas, fotografías, o esa falsa vida real de la pantalla. Un buen libro tarde o temprano será encontrado. Y esos son los que nos interesan. Y los que de verdad enriquecerán al lector, al editor, al librero y a la sociedad.