La convivencia entre derecho y literatura ha estado, en muchas ocasiones, sometido a un vaivén extraordinario. Pensemos, por ejemplo, en autores y juristas que decidieron apostar por la creación literaria y, al mismo tiempo, el estudio de las leyes: Jovellanos, Meléndez Valdés, Miguel Delibes, Manuel Mantero. La novela, el poema o el teatro ahondan en nuestra identidad colectiva, pero, el derecho, que no cesa nunca en su empeño por modularla, encuentra y encontrará siempre espacio en la literatura para comprender su relevancia social. Así, conocer, estudiar y examinar, en consecuencia, las condiciones de trabajo -cuestión que hoy interesa exponer- puede realizarse a través del arte, la cultura y, en concreto, la poesía. Hay, como atestiguan múltiples laboralistas (recomiendo, por ello, la lectura del libro El derecho del trabajo en la literatura, Ediciones Laborum, 2017), poesía sobre el derecho y, a la par, derecho que reconoce la necesidad de narrar su existencia a través de ella.
No se trata, pues, de una mera observancia y descripción del oficio, sino mucho más. El propósito es entender que el derecho conforma y dibuja la cultura y el arte, hasta, incluso, servir de base, fondo y escenario creativo. Por ello, cuando hablamos de poesía proletaria, poesía que tradicionalmente han escrito los obreros, o poesía social, movimiento poético anudado a la construcción de la una crítica política vehemente, no estamos hablando sólo de un modelo poético; hablamos, también, de una forma de describir la condiciones en las que hemos trabajado a lo largo de la historia. El trabajo permea la literatura y, en consecuencia, la poesía puede explicarlo, documentarlo y relatarlo, mientras señala sus elementos, condiciones de existencia y modo de transformar sus márgenes.
Miguel Hernández (Alicante, 1910-1940), uno de nuestros poetas más especiales, singulares y comprometidos, es, indubitadamente, uno de aquellos autores que fueron capaces de construir puentes entre mundos. Bien puede uno percibirlo y comprenderlo gracias al tono desgarrador de sus versos. «Me da su arado en el pecho, / y su vida en la garganta, / y sufro viendo el barbecho / tan grande bajo su planta», sentencia en su poema «El niño yuntero» (1937). Y continúa, incesantemente, como un puñal que se clava en el pecho: «¿Quién salvará a este chiquillo / menor que un grano de avena? / ¿De dónde saldrá el martillo / verdugo de esta cadena? El poeta acude a los campos de trabajo andaluces para relatar, a través del niño yuntero, la realidad tan cruenta que suponía el trabajo infantil en la España de los años 30: «Que salga del corazón / de los hombres jornaleros, / que antes de ser hombres son / y han sido niños yunteros».
Porque, primero, encontramos su destino ineludible de niño yuntero, que trabaja y no estudia, para, así, demostrar el atroz trabajo infantil («Carne de yugo, ha nacido / más humillado que bello, / con el cuello perseguido / por el yugo para el cuello»). Actualmente, la normativa laboral prohíbe tajantemente, salvo excepciones reguladas y vigiladas, el trabajo de los menores de 16 años: ¿alguien podría imaginar el impacto que tendría ver a niños de 10 años trabajando en minas asturianas? No obstante, antaño, a finales del S. XIX y principios del S. XX, encontrar niños y niñas en campos de cultivo o fábricas constituía un consenso social más generalizado de lo que podemos imaginar. Hasta 1873 (Ley Benot), España, de forma mucho más tardía que el resto de los países de Europa, no aprobó una norma que buscaba reducir el trabajo de los menores. Esta, concretamente, amparaba el trabajo de mayores de 10 años —sí, niños de 11 años en adelante trabajaban regularmente en fábricas y minas—, con el límite de 5 horas al día; limitación que, sin embargo, por la escala o nula vigilancia, era eludida en múltiples ocasiones. No fue, de hecho, hasta la II República cuando se aprobó la prohibición —prohibición, como describe el poeta, que era eludida en múltiples ocasiones— de trabajo infantil para menores de 14 años.
Mas en el poema también podemos percibir las largas jornadas y su dureza («trabaja, y mientras trabaja / masculinamente serio / se unge de lluvia y se alhaja / de carne de cementerio»). Miguel Hernández convierte el verso, a través de imágenes cargadas de malestar y sufrimiento, en retrato laboral. El jornalero, que acostumbraba a efectuar jornadas interminables a pleno sol —¡de más de 12 horas diarias!—, no contaba con una norma que obligase al empresario a ponerle un tope a la jornada. Fue, también durante la II República española, cuando se aprobó la jornada máxima de 8 horas diarias; límite, que, por cierto, seguimos teniendo.
La norma cambia, siempre, como la poesía: hay, pues, episodios de regresión y momentos de progeso; momentos donde la conservación significa revolución. Así, en un contexto de regresión y represión, Manuel Mantero (Sevilla, 1930), doctor en derecho y Premio Nacional de Literatura, ahonda, enuncia y recorre, a través de un poema sumamente revelador, uno de los derechos laborales más elementales de todo sistema democrático y constitucional. Dice el autor en su poema «La huelga» (1962): «En el bar, todos hablan en voz baja / Lengua ulcerada y corazón con nieve. / Moneda de esperanza se les debe / Y Dios en forma de Jornal». Porque ha de pensarse así: a día de hoy, uno puede protestar, cesar en su trabajo temporalmente y no acudir a su puesto como medida de presión para, así, conseguir mejoras laborales. Es decir, uno puede, con todas las garantías, hacer, en esencia, huelga. Sin embargo, durante la redacción del presente poema («La huelga»), esto es, años 60, el silencio («En el bar, todos hablan en voz baja, lengua ulcerada y corazón con nieve»), la protesta pacífica y la denuncia no eran vías aceptadas ni permitidas. La huelga, concretamente, estaba prohibida penalmente. ¿El motivo? El régimen, con ello, pretendía eliminar la función del sindicato como instrumento para articular la defensa de los intereses de la clase trabajadora.
Desde la llegada de la democracia, los sindicatos y representantes de los trabajadores, gracias a la aprobación de la Constitución Española, ostentan poder y legitimidad suficiente para defender los derechos de los trabajadores. Pensemos, por ejemplo, en los sindicatos más representativos, esto es, Comisiones Obreras (CCOO) y la Unión General de Trabajadores (UGT). Sin embargo, durante el franquismo (1939-1977), tal poder quedaba atribuido a la Organización Sindical Española (OSE o Sindicato Vertical), único organismo validado por el régimen franquista y, a su vez, controlado por este. A través de la OSE, trabajadores y empresarios quedaban integrados bajo un mismo modelo formal y organizativo, desligado y situado al margen de todo principio democrático. De ahí, por ello, las múltiples imágenes y versos proyectados en el poema: «hablan en voz baja» (ausencia de libertad); «llora en silencio» (incapacidad para la denuncia formal, de carácter colectivo); «moneda de esperanza se les debe y Dios en forma de Jornal» (sometimiento a las órdenes, sin capacidad de respuesta colectiva, del empresario).
En esencia, progreso y regreso siempre fueron espacios que discutieron fervientemente. Pero, en la actualidad, conservar puede ser, contra todo pronóstico, el acto más revolucionario. Rocío Acebal Doval (Oviedo, 1997), jurista, politóloga, poeta y XXXV Premio Hiperión de Poesía (2020), lleva tiempo demostrando fehacientemente su capacidad para proponer una poesía sincera y combativa —conoce cómo señalar la pérdida de derechos laborales y, por ende, la importancia de conservarlos—, sin, conjuntamente, renunciar a la belleza formal y los presupuestos estéticos del versolibrismo. De hecho, en el poema «Hijos de la bonanza» (2020), directa e indirectamente, explica cómo las condiciones laborales de los jóvenes nacidos, sobre todo, en los noventa, han estado marcados por el paro y la precariedad.
Dice la autora: «conseguirás —dijeron— mucho más que tus padres / estudia cuatro años y tendrás un trabajo». Pero España, como norma general, ostenta una tasa líder en Europa de desempleo juvenil. Existe, así, una compleja relación entre ostentar formación universitaria y encontrar, con total seguridad, un empleo. Los jóvenes, en un porcentaje más alto del que debiera ser, no encuentran trabajo. Y si se encuentra, el salario es insuficiente y las condiciones son precarias: el horizonte avanza y se pierde, si acudimos al lenguaje poético, entre las nubes.
«Trabaja y vivirás siempre tranquila», vuelve a sentenciar Rocío Acebal. Pero la realidad ha sido durante muchos años diferente a tal aseveración: el uso fraudulento del contrato «temporal», esto es, en contraposición con la modalidad de «indefinido», coloquialmente conocido como fijo, ha sido, en cierto modo, causa de la incapacidad de los jóvenes para encontrar esa estabilidad laboral («vivirás siempre tranquila»). Precisamente, la reforma laboral de 2022 fue pensada para reducir esa temporalidad e incentivar la contratación sin limitación en el tiempo. Es decir, para que esas nubes —volvamos, pues, al lenguaje poético— no oculten el horizonte.
La poesía avanza y presenta modelos temáticos dispares (amor, soledad, política, desdicha etc.). Mas lo que se evidencia es que, en la actualidad, como sucedía antaño, el trabajo sigue resultando un espacio sumamente interesante para la creación artística. El espacio de convivencia entre el derecho, la cultura y la poesía se ensancha, tanto en un plano académico, como en el plano poético. Pienso, entonces, en Rocío Acebal Duval (Hijos de la Bonanza, Hiperión, 2020), Amparo Climent Cuevas (Un mar d´Horta, Zambra, 2016), Ismael Ramos (A parte fácil, Edicions Xerais, 2023) etc. Ellos, junto a otros tantos autores y académicos, han apostado por conciliar áreas, como Miguel Hernández, que nunca deben hacer camino por separado: siempre hubo y habrá entre ellas una relación necesaria que humanice sus pretensiones.