El año 2023 terminaba con el encargo de este texto. Mientras desde mi escritorio me observan, ya no sé si con urgencia o con resignación, dos libros que me han prestado y que me he propuesto terminar antes de que acabe el año. El primero es Vivre vite, en el que Brigitte Giraud cuenta la historia de su marido (fallecido en un accidente de moto) recorriendo todos los «y si» que podrían haberse dado a lo largo de sus años en común, y que hubieran evitado el accidente. El segundo es Crying in H Mart, donde Michelle Zauner recupera la memoria de su madre (a la que perdió debido a un cáncer) y, por extensión, de su cultura de origen a través de la comida coreana.
Por si no fuera suficiente, comienzo a releer Los detectives salvajes, sin terminar ninguno de los anteriores. Le cuento a un amigo que mi capítulo favorito es ese en el que Auxilio Lacouture narra su encierro en los baños de la universidad durante la matanza de Tlatelolco. Mi amigo me recomienda leer los ensayos de Hanif Abdurraqib, y yo le recomiendo los libros de Patti Smith. Hablamos de escritores que han perdido a muchas personas cercanas y decido que no es fácil leer sobre la muerte, como no es fácil escribir sobre la muerte. Ni siquiera hablar. Y menos en estas fechas. (Quizá por eso me gusta ese capítulo).
Se acaba el año y, mientras busco un billete para irme a un sitio con mar, recibo precisamente ese delicado encargo: escribir un texto que hable sobre el duelo en Navidad, y acerca de lo que la psicología o la literatura (no tan lejanas) pueden aportar. Así que me pienso detective y tomo notas, revisando mentalmente todas las experiencias que puedo recordar. Podría contar cómo mi abuela murió un 31 de diciembre y desde entonces todas las nocheviejas son extrañas. O cómo el año que cumplí los dieciséis parecía que todos mis amigos iban a quedarse huérfanos. O cómo el verano pasado fue la primera vez que perdí a una alumna y, aunque estemos en invierno, sigo teniendo ganas de llorar.
Me pienso detective pero cuando pregunto a mi alrededor la gente no me habla de sus muertos, sino de sus vivos. Decido que la Navidad quizá es siempre una ficción: hermosa puesta en escena o teatro de lo grotesco, pero ficción al fin y al cabo. La ficción de la nieve en el mediterráneo, la ficción de las chimeneas que nuestras casas no tienen, la ficción de los regalos para los que nuestros sueldos no alcanzan, la ficción de las familias perfectas que no somos, la ficción de los hijos que no son lo que sus padres soñaron que serían, la ficción de los padres que no fueron lo que sus hijos necesitaban. La ficción de esa magia infantil en la que, tarde o temprano, dejamos de creer.
La Navidad, escribo, es un volver a casa que inevitablemente nos hace confrontar ausencias. La ausencia de los que ya no están, pero también la ausencia de los que nunca estuvieron. ¿Es distinto el duelo por una pérdida simbólica y por una real? Decido que no.
Cuando murió mi abuela, sus hijos decidieron volver a juntarse para cenar, tras muchos años sin la nochevieja con ella. Cuando éramos un grupo de adolescentes recorriendo los tanatorios del extrarradio en autobús, no podíamos evitar llenar con chistes aquellos trayectos inacabables. Por otra parte, cuando este verano por fin me atreví a preguntar en el trabajo si alguien tenía noticias de mi alumna, la respuesta llegó por email durante una defensa de tesis y yo me tuve que tragar todas las lágrimas porque estábamos “en directo” y aquello se estaba grabando.
Mientras tanto, del lado de los vivos, las personas a las que pregunto me cuentan que han aprovechado esta vuelta a la casa de su infancia para llenar maletas y llevarse lo último que les quedaba allí; o para poner límites y decir que no van a sentarse a la mesa junto a aquel tío o aquel primo que una vez destruyó el mundo; o que simplemente no han vuelto y han aprendido a celebrar la Navidad con sus otras familias elegidas.
Es entonces que comprendo que la Navidad es siempre un duelo.
Ordeno mis notas en el avión, tratando de definir qué pueden hacer frente a esto la psicología o la literatura. Pienso en Auxilio Lacouture devorando poemas durante la masacre y me doy cuenta de que todo parece reducirse a dos tareas: una, la de buscar (en los libros, en las ficciones, en los otros) las palabras que puedan llenar el vacío. Otra, la de rodearse (de amigos, de familias, de textos). Al fin y al cabo, la literatura y la psicología son solo eso: palabras. Literatura y psicología comparten una misma tarea común, la de tratar de poner en palabras o dotar de palabras aquello que, por su naturaleza, parece no tenerlas. ¿Cómo se nombra el horror? ¿Cómo se dice la muerte? ¿Cómo se suple la ausencia? Ese es quizá el reto y el sentido de ambas: poner palabras en los lugares donde solo hay vacío. Y, una vez allí, observarlas de cerca. Construirse en las propias. Reflejarse en las ajenas.
Entiendo (decido) que yo creo en las palabras. Como poeta, como psicóloga, como profesora: yo creo en las palabras. Porque cuando leemos, las palabras de otros nos ayudan a encontrarnos. Cuando leemos encontramos alivio o verdad. Cuando compartimos (en un texto, en terapia o en un aula) se da un tipo de magia muy concreta. Lo que estaba dentro ahora está fuera: quien escribe se desdobla y saca algo de sí; quien lee se refleja y logra ver algo de sí; o puede exteriorizarlo para que entonces otros escuchen. «Decirlo, —apuntó una alumna hace poco, analizando un poema de Lucía Sánchez Saornil— es como aceptarlo». En el poema estaba escrita la palabra suicidio, y decido que quizá creemos en las palabras porque antes creíamos en la magia.
Empiezo el 2024 en una isla, lejos de mi escritorio y de esos dos libros que esperan ser terminados. Es ahí donde, a cambio, recibo la newsletter de Patti Smith y un post de Hanif Abdurraqib que me envía mi amigo. Patti recuerda a su gata Cairo, Hanif a su amigo Tyler. Yo, por mi parte, escribo este texto que no deja de ser una forma más de recordar a mis vivos y a mis muertos. A mis escritores, a mis amistades, a mis familias. Empiezo el año sentada en la arena y no puedo evitar pedirle a mi amigo que, por favor, vaya a ver el mar.
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