El retrato de la mujer en las novelas de Jane Austen: duda, educación y libertad

«¡Caminar cinco, seis, siete kilómetros o la distancia que sea, con los pies hundidos en el barro, y sola, completamente sola! ¿Qué pretendería con eso? En mi opinión, es una muestra abominable de su orgullosa independencia» (Orgullo y prejuicio, de (Jane Austen).

1811, Inglaterra: periodo de regencia y primera publicación de Jane Austen, Sentido y sensibilidad. Una situación, cuanto menos, peculiar, ya que en pleno siglo XIX la combinación de «mujer» y «escritora» no solía ser frecuente y, mucho menos, fácil. La mujer de esta época solo podía optar a dos tipos de vida decente: nacer en una familia pudiente o comprometerse a un matrimonio ventajoso. En la mejor de las posibilidades, es decir, la primera, debían aceptar que, sin un heredero varón en la familia, perderían todas sus propiedades y riquezas, de manera que estas caerían en un pariente lejano y ellas en condiciones precarias. ¿Solución? Maridos. Ambas vidas resultan en lo mismo.

En este contexto crece la aclamada y conocida Jane Austen, y es en este mismo contexto en el que basa sus historias. Si bien es cierto que somos hijos de nuestro tiempo, lo lógico sería pensar que las novelas de Austen son un reflejo fiel, a su vez, de las ideas y normas sociales bajo las que creció. Sin embargo, no lo son. O, por lo menos, no por completo. Acercarnos a una obra siempre supone, como mínimo, dos lecturas —la del escritor y la del lector—. Cada una de las mismas nace de las predisposiciones sociales, políticas y, por supuesto, educativas del sujeto en cuestión. Por ello, ese “no por completo” lleva intrínseco una correspondencia ineludible con la realidad de la autora. Para quien la ha leído no es de extrañar que se identifiquen esos parámetros conductuales en los personajes y entornos descritos, aunque aboguemos por leerlos en nuestros propios términos. Es precisamente de aquí de donde parte el atrevimiento de Austen: pese a ser hija de su tiempo, fue también una revolucionaria. Y, por qué no decirlo, una adelantada —como diríamos ahora— prefeminista.

Jane perteneció a ese primer grupo de jóvenes cuya familia disponía de bienes suficientes para subsistir. No obstante, pronto llegaría la imposición matrimonial y, con ella, esa búsqueda de marido que consiguiera llevarla de un hombre a otro. Pero Austen se negó. Aunque el sistema era estrictamente patriarcal, consiguió entender dos cuestiones: el matrimonio debía ser por amor y el peso económico podía recaer sobre ella. Gracias a la publicación de sus obras pudo mantenerse estable tras la muerte de su padre. Es cierto que su hermano Henry la ayudó en esta tarea, pero no es menos cierto que Jane no renunció a su libertad de decidir. Por ello, nunca se casó. Además, fundamentó su autonomía en la educación. Desde muy pequeña, su padre la instruyó de forma completa, algo nuevo para la época, ya que, en caso de recibir una educación, la de las mujeres se orientaba a las artes y costura, y la de los hombres, a las ciencias. Se interesó más específicamente por la literatura, lo que supondría el origen de su carrera como escritora.

Entender la vida de las mujeres, y de esta mujer en concreto, es lo que nos permite hablar de ella como una persona adelantada a su época. Cabe decir, además, que tuvo la suerte de coincidir con las primeras manifestaciones feministas. Olimpia de Gouges protagonizaría en Francia el primer discurso enmarcado en esta lucha, allá por 1791 y decisivo para reivindicar la presencia pública, política y jurídica de la mujer. Un año más tarde, Mary Wollstonecraft colaboraría en la causa, esta vez, en Inglaterra, con la defensa de los derechos femeninos. Jane tenía tan solo 17 años. 

Quizá todo esto influyó a que la obra de Austen comprendiera cuestiones sociales desde un prisma distinto al habitual para la época. Quizá, también por ello, sigue gustando y enamorando a día de hoy. En sus novelas la cotidianeidad confluye con la reflexión. La joven no tuvo miedo de añadir un toque sarcástico al retrato de la realidad y tampoco temió escribir personajes femeninos que desafiaran las conductas atribuidas a su género.

Que no se malinterprete, claro que son personas extraídas del siglo XIX, pero lo curioso en ellas es que se prestan al diálogo y al desarrollo de un pensamiento crítico. Esto es lo novedoso, esto es lo que diferencia la escritura de la inglesa. En sus historias los personajes femeninos se enfrentan a la sociedad o, como mínimo, se cuestionan sus condiciones y costumbres. En la duda parte el cambio. No en el entendimiento de todo, sino en el cuestionamiento de ese mismo todo, que lleva a otro de los rasgos caracterizadores de sus heroínas: la independencia. Actúan según sus propias motivaciones y no se dejan llevar por lo que se espera de ellas, tal como hizo la autora en su propia vida. Muchas de ellas aceptan la etiqueta de solterona si se ajusta más a sus principios que la unión por conveniencia.

El matrimonio y la educación confluyen en las dudas de Austen y, asimismo, en las de sus protagonistas. No aceptan compromisos sin amor y apuestan por un aprendizaje, al igual que el suyo, extenso. Lejos de ser meras compañeras del hombre, las mujeres que encabezan sus tramas son perspicaces y diferentes, consecuencia directa de la formación intelectual que poseen y que defienden. En Sentido y sensibilidad, la protagonista, Elinor Dashwood, «percibía el descuido de capacidades que la educación habría hecho tan respetables (…) y no podía encontrar satisfacción duradera en la compañía de una persona que a la ignorancia unía la insinceridad». Del mismo modo, Anne Elliot en Persuasión asegura que la «buena compañía es la de personas inteligentes, dotadas de una formación sólida, que saben conversar». Estas dos declaraciones sorprenden dentro de un contexto que consideraba la presencia femenina como un adorno masculino.

Sin embargo, no solo es relevante comprender la importancia que Austen daba a la instrucción de las mujeres, sino que también insistió en evidenciar los aspectos que la diferenciaban de la de los hombres. En uno de los últimos diálogos de Orgullo y prejuicio, el señor Darcy señala directamente a su educación como la causa de sus errores; el papel de «dominante» lo enseña a «pensar mal de todo el mundo; a menospreciar, cuando menos, el juicio y los valores de los demás cuando se comparaban con los míos». Con este diálogo, Jane Austen insiste en los roles de género y en cómo estos encasillan los comportamientos asumidos desde estándares sociales rígidos. Y esto, en pleno siglo XIX, impacta.

Han surgido en los últimos tiempos teorías que afirman que la escritora era conservadora, puesto que no denunció abiertamente al sistema social y, además, todas sus novelas terminan irrevocablemente en matrimonio. Sin embargo, entendiendo que no es posible exigir a una persona del pasado lo que haríamos o pensamos ahora, Austen sembró la semilla de la discordia en los lectores, los de entonces y los de ahora. Es una autora universal que ha logrado traspasar los límites temporales y espaciales que su condición pronosticaba. Feminista o no, adelantada o no, en sus palabras podemos encontrar duda: esa que abre camino.

María José Juan Pérez
María José Juan Pérez
Estudiante del doble grado de Lengua y Literatura con Periodismo de la URJC. Publica reseñas y entrevistas culturales en Madrid Actual. Forma parte del equipo de @estaciondecult. Twitter: @Mariiajosejuan

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